domingo, 9 de diciembre de 2012

LA PERCEPCIÓN...DE LA MÚSICA


Sumergidos por la Biblioteca Nacional durante esta semana, hemos descubierto un libro que a finales del siglo XVIII, principios del XIX, escribió MAD. MARIE JAËL - “LA MÚSICA Y LA PSICOFISIOLOGÍA”- . Si lo transportamos a nuestros días, sigue vigente la reflexión que realiza en líneas generales, por lo que transcribimos uno de sus capítulos y os invitamos a leer el libro completo, que si bien su título refiere a la música, lo traslada principalmente al arte del pianista, pero que sin duda, cualquier músico puede utilizar en su propia reflexión.

Dicen que estos libros antiguos no tienen cabida en nuestros días, pero ¿no utilizamos obras como “La Iliada” o “El Quijote” por poner algún ejemplo de conocimiento literario o musicalmente hablando nos referimos a obras de Beethoven, Bach, Mozart…como grandes maestros de la música? Si bien no estamos en contra del arte contemporáneo, más bien al contrario, consideramos que se ha de producir más y mejor, hemos de echar de vez en cuando vistazos al pasado para ver cómo interpretaban lo que ocurría en ese momento de la vida…

"La misma obra musical, oída á la vez por 100 personas, puede producir impresiones tan diferentes que se halla uno al principio desorientado sobre el valor intrínseco que una obra de arte puede realmente tener, viendo el desorden de las apreciaciones contradictorias que puede hacer nacer.

Y aún se halla uno más penosamente impresionado, al ver que ciertas audiciones no pueden hacer nacer sensaciones personales. Frecuentemente los oyentes no disfrutan de ningún modo en la audición de una obra bella, si el nombre del compositor no es célebre. Otras veces, una admiración impuesta por un renombre adquirido algunas veces por medios censurables, les obliga a admirar lo que creen que ya ha  sido admirado por otros. En los dos casos, el juicio va extraviado por una pendiente fatal, y espanta considerar las necedades que pueden cometerse por los mismos oyentes, que, en otras circunstancias, parecían inteligentes é instruidos.

¿La belleza artística no es por consiguiente una fuerza viva invencible y convincente? ¡Desgraciadamente no! Para un gran número de oyentes hemos comprobado, por las reacciones sensoriales que una audición musical provoca en ellos, que el agente de su reacción está por bajo del agente de su percepción; es decir, sufren la influencia de los sonidos que han oído, pero no tienen conocimiento musical. Sin embargo, las sensaciones que experimentan por estas reacciones les comunican algunas veces una viva sobre-excitación, que creen debida al entusiasmo artístico. La música es de tal modo comunicativa por su  esencia, que subyuga á los oyentes más inconscientes.

Este poder es tan extraordinario que, si se produjera por la pintura sería preciso que pudiéramos, estando sentados detrás de un lienzo bellísimo, experimentar un encanto indefinible y admirar vivamente este cuadro con sensaciones verdaderamente sentidas y vistas. El oyente falto de todo conocimiento musical está durante una audición de música, absolutamente en esta misma situación; si después de la audición se le pregunta qué es lo que ha oído, tendrá la misma dificultad para responder que tendría el espectador sentado detrás de un buen cuadro pintado, el cual no podría explicar lo que ha visto.

No se cometerían tantos errores si, en el problema de la audición musical, no viéramos comprobado siempre que los oyentes se aficionan á la materialidad del arte, a los sonidos que les sobre-excitan, pero no á su valor estético, el cual son incapaces de discernir. Precisamente por esto aplauden las causas aparentes, porque todas las falsas manifestaciones del arte, tienen especialmente ese poder fatal de obrar sobre la exaltación de los oyentes faltos de conocimiento musical. La apariencia de las cosas les basta. Los oyentes faltos de conocimiento musical, se parecen mucho a los sujetos hipnotizados, á los cuales todo se les puede hacer creer: se quedan convencidos con cualquier extravagancia.
Una posición desarreglada les parece el signo inmediato de la inspiración; los movimientos excéntricos de un ejecutante, pueden ejercer en ellos una influencia magnética; al principio creen que las notas falsas son las verdaderas, que un feo sonido es bello, que un estilo incoherente es lúcido, que un ritmo contra sentido tiene atracción, y que una frase desnaturalizada es sublime.
Estos inconscientes son artísticamente tan ineptos, que muchos de ellos son incapaces de que les guste la música: les gustan las sobre-excitaciones y la sobré-excitación musical la explotan al igual de los pasatiempos frívolos. Sus extravíos son explicables por el hecho de que no tienen a su disposición esta brújula intelectual por la cual se guía el músico, sino una brújula sensorial, o peor todavía, una brújula convencional. Cuando esta última, la más inferior, triunfa en detrimento de la de las sensaciones, el observador ilustrado busca en vano ese espíritu de verdad que según Spencer está contenido en las cosas falsas ¡ha desaparecido! En efecto, los oyentes en este caso ya no proceden lógicamente bajo la influencia de excitaciones inferiores del sentido auditivo, sino que obedecen a un estimulante imaginario, y se olvidan asimismo de esta débil luz de verdad que una audición musical les puede comunicar. Esto no es ya una audición falta de conocimiento, sino una sugestión del carácter más inferior que puede influir en ellos; cuya sugestión inferioriza estos oyentes tanto como parece injustamente realzar una producción musical notoriamente falta de mérito.

He ahí las causas que hacen parecer á los mismos oyentes, por intervalos muy aproximados, muy inteligentes de oído y muy faltos de oído, porque no experimentan más que excitaciones reflejas, y todo depende del valor de sus excitadores. Si éstos son artísticos, parece que los oyentes son también artísticos; y si aquéllos son antiartísticos, los oyentes lo serán también, quedando inconscientes en uno y en otro caso; es decir, intelectualmente neutros.

Esta misma falta de conocimiento musical puede todavía confirmarse por la forma en la cual estos oyentes escucharían la música muy fea. En efecto, si no están bajo la influencia de su brújula convencional que podría hacerles también creer que esa fealdad es bella, la escucharían, y su brújula sensorial les indicará que lo que oyen es feo, pero permaneciendo  casi indiferentes en presencia de este hecho. 

Al contrario, para el músico, estos sonidos discordantes tomarán un carácter de blasfemia; la sobre-excitación provocada por ellos podrá llegar á ser tan dolorosamente violenta, que sentirá su inteligencia como empujada hacia un conflicto mortal, al que ninguna pesadilla es comparable.

El músico sentirá por tanto invariablemente, reacciones diferentes a las de los oyentes faltos de conocimiento musical; lo mismo cuando estén de acuerdo en apariencia, que cuando escuchando las mismas obras musicales, digan con el mismo entusiasmo, esto es feo, aquello es bonito, estarán al unísono por su opinión, pero sus impresiones serán en realidad producidas por excitaciones muy diferentes.

Impera, en lo que concierne a la audición musical, un error general, el de creer que es más fácil oír la música, que hacerla. A decir verdad, oír música y hacer música no son en sí dos cosas diferentes; estas dos funciones exigen un gasto igual de actividad intelectual; pero como se  tiene el aspecto de no hacer nada mientras se escucha, suponen algunos que es tan fácil escuchar música como el no hacer nada.

Gratiolet dice: «el verdadero músico escucha menos que piensa los sonidos que le encantan». Este es el secreto del enigma; la verdadera audición de la música reside en el cerebro; la emoción se produce por las relaciones estrechas que hacen que los sentidos no puedan ser agradablemente sobre-excitados más que por lo que el pensamiento reconoce como bello. El pensamiento y los sentidos se fusionan; lo que el primero determina por una actividad en algún modo abstracta, los sentidos lo encarnan con esa potencia de vida que les es propia. Redimida de las sensaciones vagas, la audición musical puede adquirir en el músico tan suprema grandeza, qué esta facultad de oiría música parece ennoblecer la vida, ¡tan fuertes  y vivificantes son las emociones que hace experimentar!.

Es, pues, la falta de conocimiento musical lo que es preciso combatir; por ella es por lo que el arte musical stá envilecido; por ella el buen gusto degenera y se producen las falsas grandes obras; por ella cualquier obra disparatada pasa por una maravilla del arte, y se transmiten de una a otra generación las arraigadas opiniones viciosas; por ella las disparatadas imitaciones ocupan el lugar del mérito y del saber, y, las falsas glorias de los virtuosos trastornan las multitudes.

La falta de conocimiento musical sugiere los esfuerzos a modo de travesuras infantiles, sin convicción real, sin ardor efectivo. El arte quiere ser conquistado en lucha abierta. Los que no le vean entronizarse de manera que ejerza sobre ellos un poder a  la vez atractivo y repelente, y se les aparezca tan potente que se consideren ellos mismos débiles é indignos, no son los llamados hacia él. Se complacen en achicar el arte á fin de realzar su raquítica estatura: ¿cómo quieren, pues, que se les mire seriamente?. No toman el arte en serio y son al lado del artista lo que el polvo del camino al lado del buen grano que fructifica; les falta la savia, la levadura, el conocimiento: son estériles y esterilizan. Para que una obra musical tenga verdaderamente vida, no basta que sea re-creada por el que la interpreta; debe ser también recreada por cada oyente que la escuche.
Esto es lo que constituye la fuerza misteriosa de la música: ella fusiona en apariencia los pensamientos de las multitudes; el lenguaje musical que todos parecen comprender es un lazo simpático que hace sentir á los seres humanos una comunidad de origen, un parentesco ideal, una disposición para conmoverse por las mismas atracciones. Escuchando una bella obra musical, el más humilde de los oyentes puede disfrutar del encanto de esta nivelación como una redención momentánea. No percibe la distancia que le separa intelectualmente de la obra de arte que le apasiona. ¿No ha penetrado en ella por emociones suaves? ¿envuelto en resplandores de luz brillante? Su influencia ¿no es tan directa, tan inmediata que le subyuga, y le hace por momentos olvidar su propia existencia y tanto el bienestar comunicado le conmueve?

Es muy cierto que sentir la influencia del arte, e identificarse con su harmonía, es verse transportado  por la música á regiones de un país ideal. Los oyentes que saben disfrutar de este privilegio, gozan con el arte porque pueden recrear la obra oída a través de sus sensaciones instintivas. Si, por este hecho, la ilusión de la comprensión del arte y del sentimiento musical no les fuera comunicada, la música no ejercería esta autoridad íntima y penetrante; no reglamentaría las fluctuaciones de su temperamento; no impondría al profano la deslumbradora fuerza de su estética por medio de su elocuente lenguaje, al cual todos somos sensibles en algún grado. Sin embargo, por grandes que sean estas impresiones, sentir la influencia ejercida por la música sin saber por qué ella la ejerce, es estar privado en gran parte del placer que proporciona: el de conocer la belleza musical de manera tan clara para la inteligencia, que los faltos de conocimiento musical la conocen por las sensaciones.

¡Qué abismo tan grande existe entre el goce sensorial que la música puede proporcionar á los unos, y los goces intelectuales que concede á los otros! Saber oir la música es un arte que solamente los músicos saben practicar. Se estaría en un error si se creyera que el haber aprendido á tocar el piano es una garantía suficiente para afirmar que se sabe oir la música. ¡Cuántos ejecutantes hay que no se oyen, por que sólo han aprendido a tocar las notas, pero no a pensarlas!

El abuso del estudio dinámico de los músculos, en  detrimento del estudio estático, es el que produce este contrasentido tan censurable. Como se cree que no se hace nada oyendo la música, se cree también no hacer nada, obligando a los dedos a permanecer cada vez más inmóviles.

En uno y otro caso, la acción se ejerce interiormente, y es precisamente tanto más potente cuanto que ninguna parte de su fuerza está absorbida por una manifestación visible. Así es como se llega por la supresión de la acción material de la tensión estática, a suprimir inconscientemente la acción, digámoslo así, inmaterial, de las representaciones mentales de los sonidos. Después de haber así desasociado efectivamente,  por el carácter especialmente dinámico del estudio, el sentimiento musical del ejecutante en la  acción realizada por sus dedos sobre el teclado, se declara: «la misteriosa belleza del arte reside en el  hecho de que su vitalidad no puede ser enseñada, es preciso llevarla en sí». Al contrario, puede ser enseñada, mas para esto no basta aprender a leer música, aprender a desarrollar la memoria, aprender a ejecutar muy bien un trozo musical en el piano; es preciso, antes de poder verdaderamente hacer bien una de esas cosas, aprender a pensar las notas.

A través de las funciones exteriormente visibles, es como se comprueba si se es buen lector, si se tiene la memoria de las obras musicales y si se sabe ejecutar bien un trozo musical. No es por ninguna función visible como el acto de saber pensar las notas está establecido. Desgraciadamente esto basta para que no se tenga en cuenta, cuando todo el esfuerzo debería precisamente dirigirse hacia este fin.

De este modo se hacen las educaciones retrógradas; porque uno se preocupa del saber exteriormente adquirido, sin preocuparse del desarrollo reflexivo tan importante del pensamiento. Así, mientras quelas funciones exteriores parecen progresar, con frecuencia el estado del organismo permanece estacionado: la educación no le ha sido provechosa, no ha ejercido ninguna influencia sobre él. Este es un defecto capital, porque es necesario admitir que, en todo estudio de piano, deben tenerse las funciones exclusivamente consagradas al desarrollo de las representaciones mentales de los sonidos, las cuales se desarrollan bajo la influencia de la inmovilidad muscular.

Saber escuchar la música no es solamente una cualidad que el oyente deba necesariamente tener, sino que importa ante todo desarrollarla en el ejecutante, a fin de que se oiga él mismo tocar. Para ser un admirable intérprete, es preciso ser ante todo un admirable oyente. Como hemos dicho, las grandes capacidades auditivas pertenecen a los grandes músicos. Uno de sus privilegios es oir diferencias, allí donde los demás no encuentran ninguna. De ahí proviene la facultad que tienen de enlazar las notas, de agruparlas con un arte más penetrante, más profundo; de sentir en las evoluciones de las frases los ligados que permanecen impenetrables para los demás. Estas superioridades están tan íntimamente enlazadas con el carácter especial de sus capacidades auditivas, y con su facultad de pensar las notas, que la necesidad de formar las representaciones mentales de los sonidos se impone: la cual debería ocupar un lugar preferente en la enseñanza del piano.

Saber escuchar la música no puede verdaderamente consistir en el hecho de experimentar sensaciones vagas, sino en volver a sentir tanta más emoción, cuanto mejor se disciernen los fenómenos diversos por los cuales se realiza la belleza. Ello es igual para la audición como para la interpretación.

Cuanto más numerosas son las causas conocidas de la belleza de la obra que se oye, la audición toma un carácter más potente, más racional, y que más subyuga. En la interpretación, cuanto más se constituye el mecanismo de la expresión por un arte complejo, más aparece la expresión bajo una forma perfecta.

Se trata siempre, séase oyente o ejecutante, de una reconstitución real que se ha de hacer, ya se haga solo mentalmente durante la audición, o mental y activamente durante la interpretación. La inteligencia musical del oyente es la que reevoca en él mismo toda la belleza de la obra musical que escucha, bajo la forma abstracta de los pensamientos, cuyo mecanismo funciona invisiblemente. El ejecutante une á esta acción la reencarnación del arte, bajo la forma visible del mecanismo de los dedos, por el cual transmite el escrito de una obra musical en el instrumento. Se ve que es posible, sin derogar la alta misión del arte, combatir el error de la estética musical por la lucha contra la falta de conocimiento musical del ejecutante.

Gracias a los progresos de la biología, conocemos las causas de muchos fenómenos dé nuestro organismo, los cuales antes nos eran desconocidos. La influencia que nuestras funciones orgánicas pueden ejercer sobre nuestro pensamiento nos es ya, en cierta medida, divulgada por la ejecución musical.

En realidad el arte y la ciencia parece que deben perseguir un fin común: combatir la inconsciencia de falta de conocimiento musical. La enseñanza de la música debe demostrar que el sentimiento musical no es necesariamente una fuerza inconsciente, sino que puede ser creado por el esfuerzo intelectual bajo cuya impulsión el ejecutante transforma los movimientos de sus dedos y el estado fisiológico de su organismo.

Sería de desear que se procurara seriamente llegar al conocimiento de los errores musicales en la ejecución, por la explicación de los errores fisiológicos cometidos por el ejecutante, con la ayuda de los recursos que la fisiología experimental puede ofrecer en la enseñanza de la música.

Si la ciencia puede enseñar al músico no solamente a conocer mejor el secreto mecanismo de la estética, sino también el carácter funcional del mecanismo del ejecutante ¿no es una aliada útil é indispensable al desarrollo progresivo del arte? ¿Por qué los artistas no tienen el mismo interés por la ciencia, que tienen los hombres de ciencia por el arte? Es preciso decirlo, en disculpa de los artistas; los sabios conocen mejor el arte, que los músicos conocen la ciencia. Los músicos están satisfechos de presentir á través de su arte el fondo inmutable de las manifestaciones de la vida; los sabios ven reaparecer estas manifestaciones de la vida en cada problema resuelto, y los generalizan bajo muchas formas diferentes que les son igualmente conocidas y familiares. ¿Cómo no estar admirado de este hecho leyendo las palabras verdaderamente vibrantes por las cuales Spencer predijo á la música un papel preponderante en las artes? Lo que el músico afirmaría por el entusiasmo, Spencer lo afirma por deducciones  razonadas no menos convincentes; escuchémosle: «Decir que el estudio de la música no influye poderosamente en el espíritu, pocos se atreverían á ello: esto sería muy absurdo. Si la música tiene un fin ¿qué fin más natural que él de hacernos apreciar mejor el sentido de las inflexiones, de las cualidades y de las modulaciones de la voz, y colocarnos por consiguiente en las mejores condiciones para participar de ello? Es de este modo como las matemáticas, que nacieron con ocasión de las observaciones de la física y de la astronomía, y que han llegado á ser en la actualidad una ciencia independiente, han influido después en la física y en la astronomía para el mayor progreso de éstas. Así también ocurrió con la química, que habiendo tenido su origen en los procedimientos de la metalurgia y de las artes industriales, habiendo llegado poco á poco á constituir un estudio independiente, viene sosteniendo con su ayuda á toda clase de artes prácticas;—así es como la fisiología, que tiene su origen en la medicina, y le estaba anteriormente subordinada, ha venido a ser estudiada por ella, y en nuestros días aparece como una ciencia de la que depende el porvenir de la medicina; —y lo mismo la música, teniendo su raíz en el lenguaje de la pasión, de donde ha ido saliendo por grados, ha influido sin cesar sobre el lenguaje y le ha hecho progresar. No hay más que examinar esta hipótesis, para ver que está conforme con la marcha constante de toda civilización.

«Probablemente muchas gentes encontrarán que es una función de poca importancia esta función de la música. Pero meditando sobre ello cambiarán de opinión. Calculando lo que el uno y la otra pueden influir en la felicidad de los hombres, ese lenguaje de las emociones que se desenvuelve y se afina por la  cultura musical nos parece que sigue inmediatamente en segunda línea, después del lenguaje de la inteligencia; y quizás, aúnen primera línea».

Después de haber hecho observar que dimana del  arte musical una fuerza de simpatía, que debe influir en nuestros sentimientos-y en nuestro lenguaje, a fin de permitirnos expresar con precisión los pensamientos más delicados, Spencer añade: «Ese sentimiento imperceptible de una felicidad desconocida »que la música despierta en nosotros, esa ilusión indefinida de una vida ideal y nueva que nos hace entrever, todo es una profecía, de la cuál la música misma asegura por su parte el cumplimiento. Este «extraño poder que existe en nosotros de impresionarnos por la melodía y la harmonía supone, se puede decir, que nuestra naturaleza no es incapaz» de realizar los goces más perfectos de los cuales la «melodía y la harmonía nos dan el presentimiento, y que ellos mismos contribuirán á la realización de» ese ensueño. En esta hipótesis, el poder y la significación de la música son hechos inteligibles; de otro modo, quedan en el misterio.

Nosotros queremos solamente añadir que si se admiten estos corolarios como probables, la música debe adquirir un lugar preferente a la cabeza de las bellas artes, porque es entre todas la que más contribuye a la felicidad de la humanidad. De este modo aun cuando perdiéramos de vista los goces inmediatos que nos proporciona á cada instante, no cesaríamos de aplaudir el progreso de la cultura musical, la cual está en camino de llegar á ser uno de los signos característicos de nuestra época.

Si el desarrollo musical está conforme con la marcha constante de toda civilización, ¿cómo, en razón de la superioridad de nuestro arte, no profetizar para nuestra civilización un poder particular? Desgraciadamente el músico que, en su convicción profunda, cree justificada esta previsión optimista, se pregunta con inquietud si las generaciones futuras serán dignas de la herencia que se les transmite. ¿Cómo ocultársele? La evolución del arte ha tomado  ciertas tendencias que se podrían calificar de mórbidas. Sus diferentes transformaciones se han sucedido con tal rapidez que la asimilación parece muy precipitada; el desarrollo de las sensaciones vagas parece haber alcanzado proporciones perjudiciales, en detrimento de los conocimientos reales. Lo cierto es, que los deseos de experimentar sensaciones han aumentado, y ahí está el daño. Así como, cuando las excitaciones son producidas por medios artísticos no existe daño alguno, se reconocen los indicios de decadencia en este deseo predominante de sobreponer el valor de las Composiciones creadas en nuestros días.

Esta caza de obras nuevas a que las imaginaciones se dedican de continuo ¿no es una señal de decadencia? De hecho, no se contentan con reconocer que  una obra es meritoria, se la quiere sublime, eclipsando todo lo que ha existido anteriormente. Es decir, que hemos perdido la sencillez en el esfuerzo artístico, que ya no sabemos componer, ni juzgar, a fuerza de querer crear y entender de lo extraordinario.

Esta ansia angustiosa de sensaciones excesivas  es demasiado anormal para que no se caiga en el ridículo que sigue siempre a esta falta de sencillez y de sinceridad. La enseñanza musical perfeccionada luchará contra este extravío de la opinión, y nos librará poco á poco de admiradores faltos de buen sentido.

La intelectualidad de la música, el lado racional de la expresividad y la definición lógica de ciertas leyes estéticas, contribuirán á esclarecer determinadas cuestiones sobre las cuales la enseñanza tiene, hasta el presente, poco poder.

La estética viviente debe, en sus bases esenciales, llegar a ser definible. El conocimiento musical debe poder ser formado por el estudio, de manera que cada uno pueda alcanzar el principio vital del arte y guiarse, por la fuerza de comparación adquirida, sobre el valor de lo que el artista es apto de hacer por sí mismo y de lo que oye hacer a los demás.

La alta misión del arte aparecerá brillantísima cuando la belleza musical sea sanamente comprendida y realizada. Desde entonces, se verá que la belleza más transcendental es inseparable de un razonamiento inconsciente o consciente del artista, y que si este razonamiento puede existir, en algunos, en el estado inconsciente, esto no quiere decir que debe forzosamente serlo en principio.

A medida que el saber, el análisis consciente de la estética adelantará, y el misterio de la belleza artística, destinado sin duda a no desaparecer nunca, retrocederá cada vez más. Sucede con los fenómenos del arte, lo mismo que con todos los fenómenos del Universo; los problemas se suceden sin fin, porque no hay fin en el saber.

Así es que no hay verdadero sabio, ni verdadero artista que no se sienta dichoso ante la idea de que los que le sucedan puedan saber más que él sabe, y hacer mejor que él hace."

 

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