Sumergidos por la Biblioteca Nacional durante esta semana, hemos
descubierto un libro que a finales del siglo XVIII, principios del XIX,
escribió MAD. MARIE JAËL - “LA MÚSICA Y LA PSICOFISIOLOGÍA”- . Si
lo transportamos a nuestros días, sigue vigente la reflexión que realiza en
líneas generales, por lo que transcribimos uno de sus capítulos y os invitamos
a leer el libro completo, que si bien su título refiere a la música, lo
traslada principalmente al arte del pianista, pero que sin duda, cualquier
músico puede utilizar en su propia reflexión.
Dicen que estos libros antiguos no tienen cabida en nuestros días, pero ¿no
utilizamos obras como “La Iliada” o “El Quijote” por poner algún ejemplo de
conocimiento literario o musicalmente hablando nos referimos a obras de
Beethoven, Bach, Mozart…como grandes maestros de la música? Si bien no estamos
en contra del arte contemporáneo, más bien al contrario, consideramos que se ha
de producir más y mejor, hemos de echar de vez en cuando vistazos al pasado
para ver cómo interpretaban lo que ocurría en ese momento de la vida…
"La misma obra musical, oída á
la vez por 100 personas, puede producir impresiones tan diferentes que se halla
uno al principio desorientado sobre el valor intrínseco que una obra de arte
puede realmente tener, viendo el desorden de las apreciaciones contradictorias que
puede hacer nacer.
Y aún se halla uno más
penosamente impresionado, al ver que ciertas audiciones no pueden hacer nacer
sensaciones personales. Frecuentemente los oyentes no disfrutan de ningún modo
en la audición de una obra bella, si el nombre del compositor no es célebre.
Otras veces, una admiración impuesta por un renombre adquirido algunas veces
por medios censurables, les obliga a admirar lo que creen que ya ha sido admirado por otros. En los dos casos, el
juicio va extraviado por una pendiente fatal, y espanta considerar las
necedades que pueden cometerse por los mismos oyentes, que, en otras
circunstancias, parecían inteligentes é instruidos.
¿La belleza artística no es por
consiguiente una fuerza viva invencible y convincente? ¡Desgraciadamente no!
Para un gran número de oyentes hemos comprobado, por las reacciones sensoriales
que una audición musical provoca en ellos, que el agente de su reacción está
por bajo del agente de su percepción; es decir, sufren la influencia de los
sonidos que han oído, pero no tienen conocimiento musical. Sin embargo, las
sensaciones que experimentan por estas reacciones les comunican algunas veces
una viva sobre-excitación, que creen debida al entusiasmo artístico. La música
es de tal modo comunicativa por su esencia,
que subyuga á los oyentes más inconscientes.
Este poder es tan
extraordinario que, si se produjera por la pintura sería preciso que
pudiéramos, estando sentados detrás de un lienzo bellísimo, experimentar un
encanto indefinible y admirar vivamente este cuadro con sensaciones
verdaderamente sentidas y vistas. El oyente falto de todo conocimiento musical
está durante una audición de música, absolutamente en esta misma situación; si
después de la audición se le pregunta qué es lo que ha oído, tendrá la misma
dificultad para responder que tendría el espectador sentado detrás de un buen
cuadro pintado, el cual no podría explicar lo que ha visto.
No se cometerían tantos errores
si, en el problema de la audición musical, no viéramos comprobado siempre que
los oyentes se aficionan á la materialidad del arte, a los sonidos que les
sobre-excitan, pero no á su valor estético, el cual son incapaces de discernir.
Precisamente por esto aplauden las causas aparentes, porque todas las falsas
manifestaciones del arte, tienen especialmente ese poder fatal de obrar sobre
la exaltación de los oyentes faltos de conocimiento musical. La apariencia de
las cosas les basta. Los oyentes faltos de conocimiento musical, se parecen mucho
a los sujetos hipnotizados, á los cuales todo se les puede hacer creer: se
quedan convencidos con cualquier extravagancia.
Una posición desarreglada les
parece el signo inmediato de la inspiración; los movimientos excéntricos de un
ejecutante, pueden ejercer en ellos una influencia magnética; al principio
creen que las notas falsas son las verdaderas, que un feo sonido es bello, que
un estilo incoherente es lúcido, que un ritmo contra sentido tiene atracción, y
que una frase desnaturalizada es sublime.
Estos inconscientes son
artísticamente tan ineptos, que muchos de ellos son incapaces de que les guste
la música: les gustan las sobre-excitaciones y la sobré-excitación musical la
explotan al igual de los pasatiempos frívolos. Sus extravíos son explicables por
el hecho de que no tienen a su disposición esta brújula intelectual por la cual
se guía el músico, sino una brújula sensorial, o peor todavía, una brújula convencional.
Cuando esta última, la más inferior, triunfa en detrimento de la de las
sensaciones, el observador ilustrado busca en vano ese espíritu de verdad que según Spencer está contenido en las cosas falsas
¡ha desaparecido! En efecto, los oyentes en este caso ya no proceden lógicamente
bajo la influencia de excitaciones inferiores del sentido auditivo, sino que
obedecen a un estimulante imaginario, y se olvidan asimismo de esta débil luz
de verdad que una audición musical les puede comunicar. Esto no es ya una
audición falta de conocimiento, sino una sugestión del carácter más inferior
que puede influir en ellos; cuya sugestión inferioriza estos oyentes tanto como
parece injustamente realzar una producción musical notoriamente falta de
mérito.
He ahí las causas que hacen
parecer á los mismos oyentes, por intervalos muy aproximados, muy inteligentes de
oído y muy faltos de oído, porque no experimentan más que excitaciones
reflejas, y todo depende del
valor de sus excitadores. Si éstos son artísticos, parece que los oyentes son
también artísticos; y si aquéllos son antiartísticos, los oyentes lo serán también,
quedando inconscientes en uno y en otro caso; es decir, intelectualmente
neutros.
Esta misma falta de
conocimiento musical puede todavía confirmarse por la forma en la cual estos oyentes
escucharían la música muy fea. En efecto, si no están bajo la influencia de su
brújula convencional que podría hacerles también creer que esa fealdad es
bella, la escucharían, y su brújula sensorial les indicará que lo que oyen es
feo, pero permaneciendo casi indiferentes en presencia
de este hecho.
Al contrario, para el músico,
estos sonidos discordantes tomarán un carácter de blasfemia; la sobre-excitación
provocada por ellos podrá llegar á ser tan dolorosamente violenta, que sentirá
su inteligencia como empujada hacia un conflicto mortal, al que ninguna pesadilla
es comparable.
El músico sentirá por tanto
invariablemente, reacciones diferentes a las de los oyentes faltos de conocimiento musical; lo mismo
cuando estén de acuerdo en apariencia, que cuando escuchando las mismas obras
musicales, digan con el mismo entusiasmo, esto es feo, aquello es bonito,
estarán al unísono por su opinión, pero sus impresiones serán en realidad
producidas por excitaciones muy diferentes.
Impera, en lo que concierne a la
audición musical, un error general, el de creer que es más fácil oír la música, que hacerla. A decir verdad, oír música y hacer música no son en sí dos cosas
diferentes; estas dos funciones exigen un gasto igual de actividad intelectual;
pero como se tiene el aspecto de no
hacer nada mientras se escucha, suponen algunos que es tan fácil escuchar
música como el no hacer nada.
Gratiolet dice: «el verdadero músico escucha menos que piensa los sonidos que le encantan».
Este es el secreto del enigma; la verdadera audición de la música reside en el
cerebro; la emoción se produce por las relaciones estrechas que hacen que los
sentidos no puedan ser agradablemente sobre-excitados más que por lo que el
pensamiento reconoce como bello. El pensamiento y los sentidos se fusionan; lo que
el primero determina por una actividad en algún modo abstracta, los sentidos lo
encarnan con esa potencia de vida que les es propia. Redimida de las
sensaciones vagas, la audición musical puede adquirir en el músico tan suprema
grandeza, qué esta facultad de oiría música parece ennoblecer la vida, ¡tan
fuertes y vivificantes son las emociones
que hace experimentar!.
Es, pues, la falta de
conocimiento musical lo que es preciso combatir; por ella es por lo que el arte
musical stá envilecido; por ella el buen gusto degenera y se producen las
falsas grandes obras; por ella cualquier obra disparatada pasa por una
maravilla del arte, y se transmiten de una a otra generación las arraigadas
opiniones viciosas; por ella las disparatadas imitaciones ocupan el lugar del
mérito y del saber, y, las falsas glorias de los virtuosos trastornan las multitudes.
La falta de conocimiento
musical sugiere los esfuerzos a modo de travesuras infantiles, sin convicción real,
sin ardor efectivo. El arte quiere ser conquistado en lucha abierta. Los que no
le vean entronizarse de manera que ejerza sobre ellos un poder a la vez atractivo y repelente, y se les
aparezca tan potente que se consideren ellos mismos débiles é indignos, no son
los llamados hacia él. Se complacen en achicar el arte á fin de realzar su
raquítica estatura: ¿cómo quieren, pues, que se les mire seriamente?. No toman
el arte en serio y son al lado del artista lo que el polvo del camino al lado
del buen grano que fructifica; les falta la savia, la levadura, el
conocimiento: son estériles y esterilizan. Para que una obra musical tenga
verdaderamente vida, no basta que sea re-creada por el que la interpreta; debe
ser también recreada
por cada oyente que
la escuche.
Esto es lo que constituye la
fuerza misteriosa de la música: ella fusiona en apariencia los pensamientos de
las multitudes; el lenguaje musical que todos parecen comprender es un lazo
simpático que hace sentir á los seres humanos una comunidad de origen, un
parentesco ideal, una disposición para conmoverse por las mismas atracciones.
Escuchando una bella obra musical, el más humilde de los oyentes puede
disfrutar del encanto de esta nivelación como una redención momentánea. No
percibe la distancia que le separa intelectualmente de la obra de arte que le
apasiona. ¿No ha penetrado en ella por emociones suaves? ¿envuelto en
resplandores de luz brillante? Su influencia ¿no es tan directa, tan inmediata
que le subyuga, y le hace por momentos olvidar su propia existencia y tanto el
bienestar comunicado le conmueve?
Es muy cierto que sentir la
influencia del arte, e identificarse con su harmonía, es verse transportado por la música á regiones de un país ideal.
Los oyentes que saben disfrutar de este privilegio, gozan con el arte porque
pueden recrear
la obra oída a
través de sus sensaciones instintivas. Si, por este hecho, la ilusión de la
comprensión del arte y del sentimiento musical no les fuera comunicada, la
música no ejercería esta autoridad íntima y penetrante; no reglamentaría las
fluctuaciones de su temperamento; no impondría al profano la deslumbradora
fuerza de su estética por medio de su elocuente lenguaje, al cual todos somos
sensibles en algún grado. Sin embargo, por grandes que sean estas impresiones,
sentir la influencia ejercida por la música sin saber por qué ella la ejerce,
es estar privado en gran parte del placer que proporciona: el de conocer la
belleza musical de manera tan clara para la inteligencia, que los faltos de
conocimiento musical la conocen por las sensaciones.
¡Qué abismo tan grande existe
entre el goce sensorial que la música puede proporcionar á los unos, y los
goces intelectuales que concede á los otros! Saber oir la música es un arte que
solamente los músicos saben practicar. Se estaría en un error si se creyera que
el haber aprendido á tocar el piano es una garantía suficiente para afirmar que
se sabe oir la música. ¡Cuántos ejecutantes hay que no se oyen, por que sólo han aprendido a tocar las notas, pero no a pensarlas!
El abuso del estudio dinámico
de los músculos, en detrimento del
estudio estático, es el que produce este contrasentido tan censurable. Como se
cree que no se hace
nada oyendo la
música, se cree también no hacer nada, obligando a los dedos a permanecer cada vez más
inmóviles.
En uno y otro caso, la acción
se ejerce interiormente, y es precisamente tanto más potente cuanto que ninguna
parte de su fuerza está absorbida por una manifestación visible. Así es como se
llega por la supresión de la acción material de la tensión estática, a suprimir
inconscientemente la acción, digámoslo así, inmaterial, de las representaciones
mentales de los sonidos. Después de haber así desasociado efectivamente, por el carácter especialmente dinámico del estudio,
el sentimiento musical del ejecutante en la
acción realizada por sus dedos sobre el teclado, se declara: «la
misteriosa belleza del arte reside en el
hecho de que su vitalidad no puede ser enseñada, es preciso llevarla en
sí». Al contrario, puede ser enseñada, mas para esto no basta aprender
a leer música, aprender a desarrollar la memoria, aprender a ejecutar muy bien
un trozo musical en el piano; es preciso, antes de poder verdaderamente hacer
bien una de esas cosas, aprender a pensar las notas.
A través de las funciones
exteriormente visibles, es como se comprueba si se es buen lector, si se tiene la
memoria de las obras musicales y si se sabe ejecutar bien un trozo musical. No
es por ninguna función visible como el acto de saber pensar las notas está establecido.
Desgraciadamente esto basta para que no se tenga en cuenta, cuando todo el
esfuerzo debería precisamente dirigirse hacia este fin.
De este modo se hacen las
educaciones retrógradas; porque uno se preocupa del saber exteriormente adquirido,
sin preocuparse del desarrollo reflexivo tan importante del pensamiento. Así,
mientras quelas funciones exteriores parecen progresar, con frecuencia el estado
del organismo permanece estacionado: la educación no le ha sido provechosa, no
ha ejercido ninguna influencia
sobre él. Este es un defecto capital, porque es necesario admitir que, en todo
estudio de piano, deben tenerse las funciones exclusivamente consagradas al
desarrollo de las representaciones mentales de los sonidos, las cuales se desarrollan
bajo la influencia de la inmovilidad muscular.
Saber escuchar la música no es
solamente una cualidad que el oyente deba necesariamente tener, sino que
importa ante todo desarrollarla en el ejecutante, a fin de que se oiga él mismo tocar. Para ser un
admirable intérprete, es preciso ser ante todo un admirable oyente. Como hemos
dicho, las grandes capacidades auditivas pertenecen a los grandes músicos. Uno
de sus privilegios es oir diferencias, allí donde los demás no encuentran ninguna. De ahí proviene
la facultad que tienen de enlazar las notas, de agruparlas con un arte más
penetrante, más profundo; de sentir en las evoluciones de las frases los
ligados que permanecen impenetrables para los demás. Estas superioridades están
tan íntimamente enlazadas con el carácter especial de sus capacidades
auditivas, y con su facultad de pensar las notas, que la necesidad de formar las representaciones
mentales de los sonidos se impone: la cual debería ocupar un lugar preferente
en la enseñanza del piano.
Saber escuchar la música no
puede verdaderamente consistir en el hecho de experimentar sensaciones vagas,
sino en volver a sentir tanta más emoción, cuanto mejor se disciernen los
fenómenos diversos por los cuales se realiza la belleza. Ello es igual para la
audición como para la interpretación.
Cuanto más numerosas son las
causas conocidas de la belleza de la obra que se oye, la audición toma un
carácter más potente, más racional, y que más subyuga. En la interpretación,
cuanto más se constituye el mecanismo de la expresión por un arte complejo, más
aparece la expresión bajo una forma perfecta.
Se trata siempre, séase oyente
o ejecutante, de una reconstitución real que se ha de hacer, ya se haga solo
mentalmente durante la audición, o mental y activamente durante la
interpretación. La inteligencia musical del oyente es la que reevoca en él
mismo toda la belleza de la obra musical que escucha, bajo la forma abstracta
de los pensamientos, cuyo mecanismo funciona invisiblemente. El
ejecutante une á esta acción la reencarnación del arte, bajo la forma visible del mecanismo de los
dedos, por el cual transmite el escrito de una obra musical en el instrumento. Se
ve que es posible, sin derogar la alta misión del arte, combatir el error de la
estética musical por la lucha contra la falta de conocimiento musical del ejecutante.
Gracias a los progresos de la
biología, conocemos las causas de muchos fenómenos dé nuestro organismo, los
cuales antes nos eran desconocidos. La influencia que nuestras funciones
orgánicas pueden ejercer sobre nuestro pensamiento nos es ya, en cierta medida,
divulgada por la ejecución musical.
En realidad el arte y la
ciencia parece que deben perseguir un fin común: combatir la
inconsciencia de falta de conocimiento musical. La enseñanza de la música debe demostrar
que el sentimiento musical no es necesariamente una fuerza inconsciente, sino
que puede ser creado por el esfuerzo intelectual bajo cuya impulsión el
ejecutante transforma los movimientos de sus dedos y el estado fisiológico de
su organismo.
Sería de desear que se
procurara seriamente llegar al conocimiento de los errores musicales en la ejecución,
por la explicación de los errores fisiológicos cometidos por el ejecutante, con
la ayuda de los recursos que la fisiología experimental puede ofrecer en la
enseñanza de la música.
Si la ciencia puede enseñar al
músico no solamente a conocer mejor el secreto mecanismo de la estética, sino
también el carácter funcional del mecanismo del ejecutante ¿no es una aliada
útil é indispensable al desarrollo progresivo del arte? ¿Por qué los artistas
no tienen el mismo interés por la ciencia, que tienen los hombres de ciencia
por el arte? Es preciso decirlo, en disculpa de los artistas; los sabios
conocen mejor el arte, que los músicos conocen la ciencia. Los músicos están
satisfechos de presentir á través de su arte el fondo inmutable de las
manifestaciones de la vida; los sabios ven reaparecer estas manifestaciones de
la vida en cada problema resuelto, y los
generalizan bajo muchas formas diferentes que les son igualmente conocidas y
familiares. ¿Cómo no estar admirado de este hecho leyendo las palabras
verdaderamente vibrantes por las cuales Spencer predijo á la música un papel
preponderante en las artes? Lo que el músico
afirmaría por el entusiasmo, Spencer lo afirma por deducciones razonadas no menos
convincentes; escuchémosle: «Decir que el estudio de la música no influye
poderosamente en el espíritu, pocos se atreverían á ello: esto sería muy
absurdo. Si la música tiene un fin ¿qué fin más natural que él de hacernos
apreciar mejor el sentido de las inflexiones, de las cualidades y de las modulaciones
de la voz, y colocarnos por consiguiente en las mejores condiciones para
participar de ello? Es de este modo como las matemáticas, que nacieron con
ocasión de las observaciones de la física y de la astronomía, y que han llegado
á ser en la actualidad una ciencia independiente, han influido después en la
física y en la astronomía para el mayor progreso de éstas. Así también ocurrió
con la química, que habiendo tenido su origen en los procedimientos de la
metalurgia y de las artes industriales, habiendo llegado poco á poco á
constituir un estudio independiente, viene sosteniendo con su ayuda á toda clase
de artes prácticas;—así es como la fisiología, que tiene su origen en la
medicina, y le estaba anteriormente subordinada, ha venido a ser estudiada por
ella, y en nuestros días aparece como una ciencia de la que depende el porvenir
de la medicina; —y lo mismo la música, teniendo su
raíz en el lenguaje de la pasión, de donde ha ido saliendo por grados, ha
influido sin cesar sobre el lenguaje y le ha hecho progresar. No hay más que
examinar esta hipótesis, para ver que está conforme con la marcha constante de toda
civilización.
«Probablemente muchas gentes encontrarán que es una
función de poca importancia esta función de la música. Pero meditando sobre
ello cambiarán de opinión. Calculando lo que el uno y la otra pueden influir en
la felicidad de los hombres, ese lenguaje de las emociones que se desenvuelve y
se afina por la cultura musical nos
parece que sigue inmediatamente en segunda línea, después del lenguaje de la inteligencia;
y quizás, aúnen primera línea».
Después de haber hecho observar
que dimana del arte musical una fuerza
de simpatía, que debe influir en nuestros sentimientos-y en nuestro lenguaje, a
fin de permitirnos expresar con precisión los pensamientos más delicados, Spencer añade: «Ese sentimiento imperceptible
de una felicidad desconocida »que la música despierta en nosotros, esa ilusión
indefinida de una vida ideal y nueva que nos hace entrever, todo es una
profecía, de la cuál la música misma asegura por su parte el cumplimiento. Este
«extraño poder que existe en nosotros de impresionarnos por la melodía y la
harmonía supone, se puede decir, que nuestra naturaleza no es incapaz» de
realizar los goces más perfectos de los cuales la «melodía y la harmonía nos
dan el presentimiento, y que ellos mismos contribuirán á la realización de» ese
ensueño. En esta hipótesis, el poder y la significación de la música son hechos
inteligibles; de otro modo, quedan en el misterio.
Nosotros queremos solamente
añadir que si se admiten estos corolarios como probables, la música debe
adquirir un lugar preferente a la cabeza de las bellas artes, porque es entre
todas la que más contribuye a la felicidad de la humanidad. De este modo aun
cuando perdiéramos de vista los goces inmediatos que nos proporciona á cada
instante, no cesaríamos de aplaudir el progreso de la cultura musical, la cual
está en camino de llegar á ser uno de los signos característicos de nuestra
época.
Si el desarrollo musical está
conforme con la marcha constante de toda civilización, ¿cómo, en razón de la
superioridad de nuestro arte, no profetizar para nuestra civilización un poder
particular? Desgraciadamente el músico que, en su convicción profunda, cree
justificada esta previsión optimista, se pregunta con inquietud si las
generaciones futuras serán dignas de la herencia que se les transmite. ¿Cómo
ocultársele? La evolución del arte ha tomado
ciertas tendencias que se podrían calificar de mórbidas. Sus diferentes
transformaciones se han sucedido con tal rapidez que la asimilación parece muy
precipitada; el desarrollo de las sensaciones vagas parece haber alcanzado
proporciones perjudiciales, en detrimento de los conocimientos reales. Lo cierto
es, que los deseos de experimentar sensaciones han aumentado, y ahí está el
daño. Así como, cuando las excitaciones son producidas por medios artísticos no
existe daño alguno, se reconocen los indicios de decadencia en este deseo predominante
de sobreponer el valor de las Composiciones creadas en nuestros días.
Esta caza de obras nuevas a que
las imaginaciones se dedican de continuo ¿no es una señal de decadencia? De
hecho, no se contentan con reconocer que
una obra es meritoria, se la quiere sublime, eclipsando todo lo que ha
existido anteriormente. Es decir, que hemos perdido la sencillez en el esfuerzo
artístico, que ya no sabemos componer, ni juzgar, a fuerza de querer crear y
entender de lo extraordinario.
Esta ansia angustiosa de
sensaciones excesivas es demasiado
anormal para que no se caiga en el ridículo que sigue siempre a esta falta de
sencillez y de sinceridad. La enseñanza musical perfeccionada luchará contra
este extravío de la opinión, y nos librará poco á poco de admiradores faltos de
buen sentido.
La intelectualidad de la
música, el lado racional de la expresividad y la definición lógica de ciertas leyes
estéticas, contribuirán á esclarecer determinadas cuestiones sobre las cuales
la enseñanza tiene, hasta el presente, poco poder.
La estética viviente debe, en
sus bases esenciales, llegar a ser definible. El conocimiento musical debe poder
ser formado por el estudio, de manera que cada uno pueda alcanzar el principio
vital del arte y guiarse, por la fuerza de comparación adquirida, sobre el
valor de lo que el artista es apto de hacer por sí mismo y de lo que oye hacer
a los demás.
La alta misión del arte
aparecerá brillantísima cuando la belleza musical sea sanamente comprendida y
realizada. Desde entonces, se verá que la belleza más transcendental es
inseparable de un razonamiento inconsciente o consciente del artista, y que si
este razonamiento puede existir, en algunos, en el estado inconsciente, esto no
quiere decir que debe forzosamente serlo en principio.
A medida que el saber, el análisis consciente de la
estética adelantará, y el misterio de la belleza artística, destinado sin duda
a no desaparecer nunca, retrocederá cada vez más. Sucede con los fenómenos del
arte, lo mismo que con todos los fenómenos del Universo; los problemas se
suceden sin fin, porque no hay fin en el saber.
Así es que no hay verdadero
sabio, ni verdadero artista que no se sienta dichoso ante la idea de que los que
le sucedan puedan saber más que él sabe, y hacer mejor que él hace."
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